A las puertas del seminario Menor. Septiembre de 1939

 

Recién acabada la guerra, aún humeantes los campos de batalla y con miles de hombres huyendo por los montes pirenaicos tratando de esquivar la venganza fascista, y miles de cadáveres pudriéndose en las cunetas sin que sus familiares pudieran, ni por asomo, enterrarlo, ya no con dignidad, sino simplemente para que no sirvieran de alimento a los animales, un elegante Chevrolet negro, impecable y reluciente, para a las puertas del Seminario Menor. El chófer, uniformado de gris perla,  con gorra de plato y camisa azul con un yugo y unas flechas bordados en la pechera, se apea para abrir la portezuela derecha trasera de la que sale un matrimonio de mediana edad ataviado para la ocasión. El hombre luce, además de la camisa azul que en este caso va adornada con unas cuantas medallas, un bigotito que se ha puesto de moda entre la clase política vencedora de “la cruzada”. Es un hombre alto y delgado, casi escuálido con porte aristocrático que luce unas lentes gruesas para ojos miopes con montura de concha. Su traje gris marengo y zapatos finos de color marrón encajan perfectamente con su aspecto elegante. La señora que se apea tras él parece hecha a la medida del marido, un poco más baja y también de figura delgada. Su andar es seguro aún con los zapatos altos que calza. El pelo, cubierto con un velo negro de gasa y sujeto con una broche de oro con una perla, está rizado y muy brillante como si lo acabara de lavar y peinar una peluquera profesional. Parecen una pareja perfecta de señores acaudalados. Viste un largo vestido con chaqueta y blusa, todo ello en color negro que denota un luto riguroso; las joyas que porta no van de luto. Tras la pareja, un niño de doce años cumplidos meses atrás y que va a ingresar en esa institución porque, al decir del párroco de su pueblo, Dios le ha llamado para que le sirva y, en el futuro, apaciente sus ovejas. El niño, espigado y vestido con un suéter marrón con unas franjas amarillas en el escote, camisa blanca y pantalones cortos marrón oscuro, calcetines altos de punto a juego con los pantalones y botas marrones hechas a medida por el guarnicionero de la familia. Va hecho un pincel, según dijo su madre al montar en el lujoso automóvil en la puerta de su casa apenas dos horas antes. Se llama Ramón y su apellido, que al principio levanta las risas y burlas de sus compañeros (hasta que comprenden la importancia y el poder que del mismo emanan), Pelahígos. Al instante, nada más ver el fastuoso coche parar entre la nube de polvo seco que levantan sus enormes neumáticos, un cura que hace las veces de portero y recepcionista del recinto se acerca a la carrera a recibir a los recién llegados. Tras los saludos y presentaciones de rigor, con los brazos derechos debidamente estirados al estilo romano, pregunta al joven Pelahígos, más por cortesía que por curiosidad, qué le trae a tan sagrada institución. La respuesta del niño no deja lugar a dudas  -ser cardenal-.

Ante el asombro del recepcionista, la madre remarca y Papa, hijo, y Papa, no lo olvides, serás Papa- algún día, se entiende… claro, claro- responde el cura- un hombre ya mayor cuya vida entera se ha pasado en ese seminario sin traspasar su  condición de sacerdote de base encargado de recibir a los visitantes del centro. Al rato, el Chevrolet negro algo menos impoluto que a su llegada, emprende el regreso al pueblo, donde los Pelahígos, dueños de un latifundio único en la zona, ejercen de caciques desde tiempo inmemorial.